Apunto ya de concluir el Mundial de Suráfrica, descubro que es la
primera vez —desde México 70— que no he visto ni un solo partido de un Mundial.
Y aunque hubiera querido igual no habría podido, porque no sé programar el
cacharro de la TDT. Tengo la antena y tengo el aparato de marras, pero me ha
sido imposible atinarle a los botones correctos. Por lo tanto, en casa ya no
vemos la televisión y de no ser por el mundial, ni siquiera sería consciente.
Pero a todo se acostumbra uno. Incluso a la amputación del fútbol.
Mi incapacidad para sintonizar la TDT me ha llevado a reparar en
todas las cosas en las que voy rezagado. Por ejemplo, todavía empleo mi viejo
programa de correo electrónico Eudora 5.1, que descargué en 1998. Las webmail me
aturrullan y el Outlook me parece complicadísimo. Lo mismo pienso del procesador
de textos, ya que me costó tanto abandonar el Word Perfect 5.1 y aprender el
Word, que sigo usando la versión del año 1997. Así, cada vez que alguien me
manda un texto grabado en la última versión de Word, ni siquiera lo puedo abrir.
¿Debería añadir que el único Windows que sé manipular es el XP? Pronto seré
incompatible con casi todos los ordenadores del planeta.
Por otro lado, hace cosa de un mes quise cambiar el tóner de mi
impresora láser comprada en 1994, y en la tienda se rieron de mí. ¿Por qué la
gente se extraña de que uno siga usando una impresora que imprime bien? Hace
poco jubilé mi Canon BJ10e —la primera impresora de inyección de tinta del
mercado— tan sólo porque los propios técnicos de la multinacional se negaron a
repararla. Todo el mundo jura que sale más barato comprar una impresora nueva
que arreglar una vieja. Un desperdicio.
En cuanto a los teléfonos móviles, hace como seis años me pasé a
los «smartphones» e hice un esfuerzo sobrehumano para aprender a utilizar las
funciones básicas del Treo 650 de Palm (agenda, mensajes y llamadas), ya que
jamás conseguí hacer fotos, escuchar música, conectarme a internet o recibir
correos electrónicos. Por lo tanto, del procesador de textos mejor ni hablo. Sé
que existe y que está dentro del teléfono, al igual que una docena de programas
que nunca me he atrevido a explorar. Por si no fuera suficiente, el Treo 650 ha
sido retirado del mercado, HP ha comprado Palm a precio de saldo y ya no es
posible adquirir ni auriculares ni manos libres. Para colmo de males mi
proveedor de telefonía móvil me quiere regalar un teléfono de última generación,
sin considerar que yo soy de la primera generación y en consecuencia
incompatible. Lo peor que podría pasarme es que me regalen un iPhone, porque no
sería capaz de encenderlo.
Sé que soy arcaico, inútil y vetusto, pero me consta que existe un
número indeterminado de personas que son como yo, y que permanecen ajenas y
rezagadas respecto de los últimos adelantos de la modernidad. Mi equipo de
música, por ejemplo, es de fines de los 80 y no reproduce mp3. Mi coche, por
caso, es de 1998 y no quiero ni pensar en que me obliguen a jubilarlo aunque
siga funcionando. No sé chatear, no quiero blogs, mi cámara fotográfica usa
carrete y no pienso integrarme a ninguna red social.
Ya no sé si soy pero no estoy, o si estoy pero no soy.